1847
Constituido el 25 de febrero de 1838, el Liceo
Filarmónico Dramático Barcelonés, instalado en sus inicios en el espacio del
antiguo convento de Montesión, obtiene por una Real Orden de 22 de junio de
1844 declaró la cesión del antiguo convento de Trinitarios Descalzos, que en
aquel momento era una ruina que ocupaba un solar de cerca de 6.000 m2 en un
lugar central de La Rambla.
Tal y como se hacía notar en un folleto de propaganda de
la empresa, editado con el fin de captar nuevos socios, el proyecto de la
construcción del nuevo teatro era ambicioso: “El aumento de población, la
grande importancia y proverbial cultura de Barcelona reclaman justicia un
teatro vasto (...) que reúne Todas las comodidades, la belleza y el lujo que
satisfagan a un público de tan delicado y exquisito gusto (...) un teatro
grande y magnífico en donde quepan a lo menos 3.500 espectadores”. Y
explícitamente se propone en confrontación con el Teatro de la Santa Cruz: “Los
palcos tendrán mucho más espacio y comodidad que los del actual Teatro de Santa
Cruz, y en cada uno de ellos Habrá un gabinete alumbrado y con hermosos muebles”.
La nueva sala, pues, debe ser capaz de acoger a miles de
espectadores; cuantos más mejor, ya que de esta manera se recaudaría más
dinero. Nacido por iniciativa de una sociedad privada, quería ser un monumento
de la ciudad y un emblema de modernidad. “Esta obra debe considerarse bajo dos
puntos de vista: primero, considerada como obra arquitectónica formará época,
por ser el primer edificio que se haya construido modernamente en Barcelona siguiendo el estilo del Renacimiento; y como teatro puede ser el único en
España que a tanta grandiosidad y comodidades reunir tanto lujo y aparato.
(...) este monumento digno de todo país ilustrado, y que abarca a la vez el
útil y lo agradable, hace la apología del genio emprendedor de los catalanes y
particularmente la de Aquellos que luchando con mil inconvenientes dieron cima
a esta grandiosa fábrica.”
El proyecto se encargó a Miquel Garriga i Roca,
arquitecto y académico de Bellas Artes, el cual buscó adaptar el tipo
arquitectónico del teatro a la italiana a las necesidades de la entidad y los
condicionantes del solar. Siguiendo la composición típica de los teatros de
ópera, en el Liceo la entrada porticada da acceso al vestíbulo de donde arranca
la escalinata principal que permite acceder al salón de descanso situado en el
primer piso y los pasillos que rodean la sala. Y si estos son los espacios del
público, detrás del proscenio y la embocadura extiende el espacio del
espectáculo: la escena y las dependencias anexas. Pero frente a este modelo más
canónico, representado por el Teatro alla Scala de Milán de Giusseppe
Piermarini, de 1778, el Liceo presenta ciertos rasgos diferenciales.
Por un lado, en el ejemplo italiano los palcos están
estrictamente compartimentados y se abren a la sala mediante unas aberturas que
según algunos críticos daban una imagen fragmentada del teatro, monótona,
repetitiva, e incluso triste, al parecer como nichos de un cementerio. En el
Liceo, en cambio, siguiendo un modelo francés, la separación entre palcos se
hace gracias a un panel de madera más alto por detrás, justo al encuentro del
ámbito interior de la lonja, rebajándose hasta llegar a la altura del antepecho
del piso.
La discusión en torno a la fachada constituye un episodio
conflictivo en el desarrollo del proyecto y la construcción de la sala. Más
allá de su valor estrictamente arquitectónico, la fachada en La Rambla debía
tener un carácter representativo, social y político. Y sin que conozcamos cuál
fue la solución de Garriga y Roca, lo cierto es que en contra de su criterio la
propiedad impuso el diseño del escenógrafo y maquinista francés Viguier; una
alternativa que de manera más sumisa que Garriga y Roca aceptó el arquitecto
Josep Oriol Mestres que se había incorporado al proyecto, sin que conozcamos
cuándo y por qué.
El 4 de abril de 1847 el Liceo se inaugura con un
programa muy diverso: una sinfonía, un drama, una danza de tipo andaluz y una
cantata en italiano. La mezcla de géneros en una misma velada era habitual en
la época. En la programación, obras teatrales, normalmente en castellano, se
alternaban con otros de musicales, bien fueran óperas, zarzuelas, ballets,
conciertos o espectáculos de circo. Y más allá de las representaciones
escénicas, acontecimientos importantes en la vida del coliseo y de la sociedad
burguesa barcelonesa, como los bailes de carnaval, cuando con tablones de
madera la platea aplanaba prolongándose por dentro del escenario. Rota la
división entre sala y escena, el Gran Teatro del Liceo se convertía en una
fiesta.
A lo largo de los años el teatro va definiendo su
programación, que a mediados del siglo XIX se estructuraba en tres temporadas.
La de invierno, dedicada exclusivamente a la ópera. La de cuaresma, en la que
se alternaban los conciertos con el ballet y la opereta. Y la de primavera,
dedicada de nuevo a la ópera o a la opereta. Poco a poco la deriva de la sala
la iba conduciendo a ser un teatro de ópera.
La tarde del 9 de abril de 1861 es una de las fechas
claves en la biografía del Teatro. Por la noche sufre su primer incendio. Se
salva el vestíbulo, el salón de descanso y los pasillos de los pisos. Josep
Oriol Mestres, que se había convertido en el arquitecto de confianza de la
propiedad, se encarga de la reconstrucción, que se lleva a cabo en el tiempo
récord de un año, teniendo lugar la reinauguración el 20 de abril de 1862. las
obras suponen la introducción de una estructura metálica tanto en las vigas en
voladizo de las galerías, como las cerchas de perfiles remachados de la
cubierta, cuatro para el escenario y seis para la sala. Para la construcción de
la nueva caja escénica, Oriol Mestres cuenta con Eusebio Lucini, que la
construye de acuerdo con el recién inaugurado Covent Garden de Londres.
Entre
las reformas de la sala destaca la del verano de 1909. Es entonces cuando se
instalan las sillas de fundición y terciopelo realizadas por la fundición
Damians y se renueva la decoración, reformándose los antepechos de los pisos,
el proscenio y el arco del proscenio, y se sustituyen las viejas pinturas del
techo. La sala del Liceo que conocimos antes del incendio de 1994 es aquella,
aunque con los años otras pequeñas reformas suprimieron palcos, en primer lugar
en el cuarto piso, y seguidamente las centrales del tercer piso.
El
nuevo Liceo de 1862 reafirmó su posición en la sociedad burguesa barcelonesa
convirtiéndose tanto un centro de encuentros políticos y un club cerrado, como
un teatro de ópera, a pesar de la inestabilidad política, la falta de recursos
económicos, la ineficacia de los empresarios y el escaso rigor artístico. El
evento culminante de este período fue la Gran Exposición Universal de 1888,
durante la que el Liceo se convirtió en el local concurrido por las
personalidades más destacadas la realeza europea, al ser el teatro más grande y
lujoso que ofrecía la ciudad. Espacio de las clases dominantes, el 7 de
noviembre de 1893, en la noche de inauguración de la temporada, mientras se
representaba Guillermo Tell de
Giocchino Rossini, el anarquista Santiago Salvador lanzó dos bombas Orsini
sobre la platea del teatro. Sólo explota una que causó una veintena de muertos.
En
ese fin de siglo dos fantasmas recorrían Europa. Uno, tal como hicieron notar
Karl Marx y Friedrich Engels, era el del comunismo. El otro, tal como escribió
Thomas Mann, era Richard Wagner. El virus wagneriano también llegó a Catalunya,
y aunque no fue introducido por el Liceo, también él resultó infectado. En 1883
se estrena Lohengrin, acabando con el
dominio de la ópera italiana de Rossini, Bellini y Donizetti y de la grand opéra de Auber, Meyerbeer o
Halevy. De todos modos, los wagnerianos más ortodoxos, agrupados en la
Asociación Wagneriana fundada en 1901 por Joaquim Pena, criticaron las
representaciones de la obra del maestro en el Liceo, ya que se cantaba en
italiano y se interpretaba por cantantes no especializados en la técnica
wagneriana
Al
estreno de Lohengrin le siguieron las
de Tannhäuser, en 1887, en 1899 la de
Die Walküre, con una moderna
proyección cinematográfica de fondo y con la sala a oscuras, siguiendo las
directrices de Wagner, y la de Tristan
und Isolde como inauguración de la temporada siguiente. La culminación del
arranque wagneriano del Liceo se llevó acabo con el estreno de Parsifal. No pudiéndose representar
íntegramente fuera de Bayreuth hasta 1914, el Liceo decidió programarla para la
noche del 31 de diciembre de 1913, por lo que la larga obra -es más largo que
el Parsifal, se solía decir- finalizó el año siguiente.
A
pesar de su fama conservadora, el Gran Teatro del Liceo también fue moderno. En
el Liceo llegaron en 1917 los Ballets Rusos de Diaghilev, con el bailarín
Nijinsky; La dama de picas de
Tchaikovsky y El Príncipe Igor de
Borodin, ambas la temporada 1921-22. La vanguardia pictórica también encontró
lugar. Parade de Erik Satie o El sombrero de tres picos de Manuel de
Falla, ambas con decorados de Pablo Picasso se pusieron en escena en el Liceo.
A pesar de que tras la revuelta fascista de julio de 1936 el Liceo se
transformara en Teatro Nacional de Cataluña, lo cierto es que los tiempos no
estaban para grandes espectáculos, y de la programación solo podemos destacar
la representación de El giravolt de maig
de Eduard Toldrà y Josep Carner.
La
posguerra tampoco fue especialmente lucida, aunque en un primer momento el
hermanamiento de la España franquista con la Alemania hitleriana favoreció la
presencia de las grandes figuras de la música germánica. 1947 es otra fecha
clave en el devenir de la sala. Fue entonces cuando Joan Antoni Pàmias llegó a
la gerencia del Liceo, un cargo que ejerció hasta 1980. Bajo su mandato el
Liceo, con sus luces y sombras, fue adquiriendo un perfil propio, y un lugar
más que digno dentro de los teatros de ópera del mundo, y todavía más pensando
en lo que se podía esperar de una gestión privada.
La
fama del Gran Teatro se apoyaba en la presencia de las grandes voces: Victoria
de los Ángeles, Montserrat Caballé, Renata Tebaldi, Fiorenza Cossotto o Joan
Sutherland y Jaume Aragall, José Carreras o Plácido Domingo, más que en las
escenografías anacrónicas -aunque que hoy nos sean entrañables- de Josep
Mestres Cabanes. Las puestas en escena de vanguardia pocas veces llegaban a una
sala frecuentada por un público más bien conservador, también en el gusto.
1955, cuando vino la compañía de Bayreuth dirigida por Wieland Wagner y se
representó Die Walküre fue una de las raras ocasiones de contemplar una.
Más allá de la afición operística de
la ciudad, el Gran Teatro del Liceo ofrecía una imagen elitista, y en los años
de la transición eso le pasó factura. Un titular de la revista Destino del año 1978 lo recogía
significativamente: "¿Muere el Liceo?". El 11 de diciembre de 1980
como ave fénix el teatro, en crisis no sólo social, sino también, y
fundamentalmente, económica, levantó el vuelo con la creación del Consorcio del
Gran Teatro del Liceo, constituido inicialmente por la Generalidad de Cataluña,
el Ayuntamiento de Barcelona y la Sociedad de propietarios. Integrándose en
1985 la Diputación de Barcelona y en 1986 el Ministerio de Cultura.
Ya en 1986 se plantea las primeras
tentativas para una renovación en profundidad del edificio, encargándose al
arquitecto Ignasi de Solà-Morales i Rubió un conjunto de informes, funcionales,
técnicos e históricos del edificio, a fin de determinar la dirección a tomar
para su modernización. Por aquellos años Londres había iniciado la remodelación
del Covent Garden. Había que seguir sus pasos, y además ganar en la Scala de
Milán, que estaba pensando que hacer, al ritmo lento de las administraciones
italianas. El incendio de 31 de enero de 1994 intervino trágicamente creando un
marco condicional nuevo a los estudios en marcha.
Después del incendio, el proyecto
redactado por Ignasi de Solà-Morales, Lluís Dilmé y Xavier Fabré debía
restaurar, reformar y modernizar simultáneamente. Sin querer reproducir
literalmente el pasado, la sala del nuevo Liceo aparenta ser la antigua y en
realidad tiene bastantes elementos diferentes. Algunos, más visibles, han
llevado a reducir sustancialmente el número de palcos o cambiar el techo, la
luminaria y las pinturas. Otros, más sutiles, a alterar la pendiente para
mejorar la visión.
Completar un programa funcional
inacabado era otro de los objetivos del proyecto. No hay que olvidar la
estrechez del Gran Teatro del Liceo, que producto de la burguesía barcelonesa
relativamente limitada en sus recursos, de gran tenía el nombre y la sala.
Ampliar vestíbulos, salones de descanso, escaleras y salas de ensayo era
necesario, y también espacios de oficinas y el imprescindible merchandising. Pero lo más importante
para estar a la altura de las óperas de las ciudades capital, modernizar la
tecnología de la escena, así como los medios audiovisuales de grabación de las
representaciones.
Redactor: Antoni Ramon i Graells